Artículo especial

¡A mil por hora! Pedro Rodríguez, grande entre los grandes

Dedicado a Pedro Rodríguez de la Vega. Cuando la Fórmula Uno a regresa México

Pedro Rodríguez

Pedro Rodríguez

Scuderia Hermanos Rodríguez

Se oyen y él apenas si escucha rugir a los mil caballos bramando con ruido de sinfonía que nadie más puede sentir. Acto irrepetible, con otras 16 naves que bufan enloquecidas por una cinta de pavimento, donde de seguro nada más una será la que quepa por el hueco abierto al llegar al siguiente doblez.

Convirtió tal alarido en mantra para estar más vivo que nunca. Fue el estruendo que lo incendió y lo hizo el primero en llegar a donde la victoria. Con su emoción, reconcilió a todos como sus cómplices. Técnicos, ingenieros y hasta el más tímido de los espectadores exhaló una arenga que no termina, dirigida al mexicano por excelencia.

Traspasó los límites exponiendo más de lo preciso en cada metro. Solo. Capaz de mirar al frente a través de un ángulo de visión reducido que le evitara equivocar. Levita. Se da cuenta de que ya no tiene a nadie junto y por los espejos no ve a alguno.

Ahí y entonces, culminó la obra con las condiciones inapelables: la largada perfecta, intermedio impecable y un cierre majestuoso, sin sentir lástima por alguno de los que quedaron atrás: gana y vuelve a ganar. Sucedió en la Kyalami de Sudáfrica y sobre la carretera vecinal entre Spa y Francorchamps de Las Ardenas belgas.

Un catafalco de ultravanguardia tecnológica —por aquellos días— de lámina y de madera balsa con pedazos de hierro encajados, útiles para correr a más de 220 kilómetros por hora. Espabilado: lo desbocó hacia la fama. En algo tan simple como ganar lo suficiente para impedir ser tirado al olvido, nunca.

Refundió hasta lo más íntimo el acelerador y redobló por encima de lo que estaba dispuesto. Lo volvió a pisar. Y aún más. Se sumió, sumiso, más allá del abismo, sin que le importara un comino el riesgo.

No salía de sí. Lo esperaba con ardor y con angustia la pasión. Toda su vida, lo único que lo mantuvo despierto fue la soledad, un afán que lo hacía correr hacia el peligro mortal y el abandono que lo apresuraba a seguir viviente para siempre.

Le quedó nada más el borroso recuerdo de cuando estuvo rodeado por la muchedumbre, que se fue escurriendo poco a poco. Luego, restaban a su alrededor los dos o tres mecánicos de más confianza; el jefe y alguien que a lo lejos agitaba una banderola verde blanca y colorada. Apretó de nuevo la mandíbula y la saliva le supo a promesa de vida eterna.

Había nacido para renunciar a todo. Practicó con la imaginación hasta verse desposeído, sólo ocupado en su obsesión. Hizo lo perfecto en cada tramo aquellos días de gloria. Repitió lo tantas veces ensayado, que era pasar por donde parecía imposible una y otra vez. Y en cada ocasión, más veloz. Nunca antes ni después lo experimentó así.

 

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